El sueño de la Sierra y otros asuntos coloniales
- LMJJ

- 28 ago
- 8 Min. de lectura
Hace casi una década regresé a Colombia con muchas frustraciones en la maleta, entre ellas destacaban frustraciones vocacionales y profesionales. Ante mi fracaso en terrenos laborales de creatividad publicitaria, algunos asuntos sociales empezaron a tomar proporciones colosales en mi cabeza, entre ellos las luchas de las comunidades ancestrales que sobreviven en este país. Luchas en defensa del territorio y la soberanía alimentaria, luchas contra la voraz frontera agroindustrial y otra considerable cantidad contra la desigualdad estructural.
En ese entonces mi experiencia laboral provenía de años de explotación y trabajos que me avergonzaban en áreas de mercadeo digital, uno de los tantos tipos de cáncer que están transformando la humanidad a una velocidad nunca antes experimentada.
No era capaz, había vuelto a Colombia en contra de mi voluntad y no era capaz de volver a vivir de lo mismo que me empujó a irme cinco años atrás. El universo conspiró y tuve la maravillosa oportunidad de irme a vivir a las montañas, de abrazar viejas heridas y volver a mis raíces. Así pude ganarme la vida de otra forma, aprendiendo del campo, soñando realidades sanas y sostenibles, producciones limpias, aire puro… Sin embargo, las transiciones importantes de la vida parecen siempre estar marcadas por el dolor, la adversidad y periodos muy complejos de precariedad. Me lucré y viví cómodamente durante tres años de un monocultivo mantenido a punta de químicos, pesticidas y uno que otro “bio” insumo. No era eso lo que quería, pero sí lo que necesitaba para descansar y sentir que podía dormir en paz porque las obligaciones básicas estaban cubiertas y uno que otro privilegio podía pagarme.
Ese tiempo en el que no tuve que rascarme la cabeza todas las noches pensando de dónde sacar plata para pagar el mercado, el arriendo, las facturas, la matrícula del máster, la cuota de la tarjeta de crédito, luego la comida de los perros rescatados porque ahora podía darme el lujo de tener buen corazón. Ese tiempo me permitió mirar sin miedo hacia afuera por primera vez en mi vida, a los treinta y cinco años ya no dependía más de cumplirle metas de ventas ridículas a marcas de mierda que al lavado de activos le llaman responsabilidad social.
De ese tiempo hasta un romance honesto y pacífico nació, hoy es un fuerte lazo de apoyo en la vida del campo. De esa historia surgió algo mejor, algo que siempre me había llamado desde muy adentro, pero que nunca había tenido la oportunidad de hacer y era poner mi conocimiento y mi experiencia al servicio de un proyecto con algún propósito social real.
Es un proyecto de difusión y visibilización de asuntos políticos y económicos relacionados con la deforestación y la degradación ambiental en Colombia, un ensayo artístico a través del cual se traslada a la ciudad una pequeña porción de la realidad del complejo entramado de vida que destruyen la tala y la quema de bosques en zonas específicas del país, también es una denuncia pública de actos que se cometen contra las comunidades de los territorios que padecen el yugo de la ambición de la clase política y los subsecuentes desastres ecológicos que todo ello acarrea. Una experiencia sensorial itinerante producto de más de diez años de investigación de una organización ambientalista.
Pero la realidad del arte y la cultura aquí es compleja. Son objetos de la vanidad, la abundancia y la bondad del senado de turno, sus jefes políticos, sus aliados comerciales y todo aquel que nada tenga que ver con la vida del ciudadano promedio que le toca madrugar a montar en transporte público y, por otro lado, la financiación privada está igual de sujeta a las voluntades del donante. De manera pues que hay que saber de antemano que trabajar en o para una organización de la sociedad civil será siempre objeto de fiscalización constante para la tranquilidad de donantes y hacienda. Y mientras todas esas artimañas burocráticas se dan cita en mesas de trabajo donde abundan los intereses personales; los desembolsos se congelan, los pagos se retrasan y las demandas de labor aumentan. A la vanidad hay que mezclarle negligencia para romantizar la precarización y no poder responder mucho ante un “no olvides que esto es un trabajo para una comunidad que lo necesita”. Yo también necesito el trabajo para pagar mis obligaciones, pero precarizarnos unos para visibilizar los problemas de otros no tiene ningún sentido, y está tan normalizado que parece ofensivo y petulante oponerse a ese modelo de negocio.
También han llegado proyectos sociales más y menos ambiciosos, todos infinitamente enriquecedores, pero uno en particular me trae hoy aquí, uno que involucra mi sueño de conocer la Sierra Nevada de Santa Marta desde mi espiritualidad y no desde un intercambio comercial, uno que involucra asuntos legales de identidad y pertenencia, un proyecto con un propósito genuino de tejido social y comunidad, pero también atravesado directamente por el gobierno nacional y otras imposiciones burocráticas que me llevaron a tomar la difícil decisión de dar un paso atrás y retirar mi participación en ese hermoso ensayo artístico de construcción de país.
No conozco la Sierra, conozco muy poco de su historia y lo que conocí hasta ahora, lo conocí desde un lugar en el que no me reconocí ni a mí misme. Conozco poco por el aislamiento sistémico al que nuestra historia ha condenado a los territorios ancestrales y sus comunidades, y conozco poco por la precariedad de los puentes que hay para crear relaciones honestas entre toda la magia de la existencia que se concentra en esa pequeña porción de territorio y un mundo que insiste en ofrecer ayuda a sus comunidades para mercantilizar sus conocimientos en pro de la defensa de sus territorios y sus saberes ancestrales.
Nunca he dudado de la necesaria y urgente labor de desestigmatizar y despenalizar la planta de coca, tampoco he dudado nunca de mi sueño de aportar a ello desde mi experiencia y mi conocimiento, pero la burocracia impuesta por los procesos administrativos de este país me hizo poner en duda la validez del aporte que en ese momento intenté hacer. Esa duda rápidamente se convirtió en el elefante en mi espacio de trabajo, creció, creció, fue llenando la cocina, el salón, el baño y entonces me refugié en mi cuarto mientras intentaba darle orden a lo que hacía.
Una noche, cansado de escribir y buscar soluciones, decidí parar y tumbarme en la cama. El aire estaba caliente a pesar del invierno y llegaba y se iba en un ritmo constante. Así me dormí. No sé cuánto tiempo pasó, pero me despertó un sonido que no logro recordar ni describir. Estaba arrinconado en la cama, todo estaba mojado, un oído aturdido y la fiebre en cuarenta. La duda que se convirtió en elefante logró pasar las barreras sagradas de mi cuarto y mientras dormía, su fue recostando en mi cabeza, la presión fue tal que reventó mi oído izquierdo mientras al derecho le susurraba que era hora de parar.
Frustración trajeada de ira colérica fue el sentimiento que me acompañó durante las siguientes veinticuatro horas, también llegó culpa, que se sentó entre ansiedad y depresión. Nos miramos de frente, nos prometimos respeto, convencimos a ira de escuchar con paciencia y en aquel estado febril abrimos un ancho diálogo en el que reinaron la desigualdad estructural y sistémica, la precariedad laboral, la negligencia estatal, las profundas luchas que tienen que asumir los pueblos ancestrales para defenderse de la colonización y la mercantilización, los estigmas, la ignorancia desgarradora, el concepto de comunidad…
Llegado el momento y entre muchas lágrimas, tomé el teléfono y en un mensaje de voz le expresé a mis amigues, con quienes construí todo el proyecto y a quienes me sentí abandonar para hacerme cargo de mi salud, que el momento de mi partida había llegado. Ímpetu, así proclamamos nuestra juntanza profesional, hermana y humana al iniciar este proyecto. Tres almas convencidas y orgullosas de su talento al servicio de una importante lucha social de identidad y pertenencia. Lo entendieron, me apoyaron y ahogado en frustración, llegó el momento de escalarlo y ahí, el alma se vuelve a partir.
Busqué las palabras menos incorrectas para renunciar a un sueño hecho realidad, iba no solo a dirigir el montaje de lo que con ímpetu diseñamos, también iba a dirigir el montaje de la instalación textil más grande, conceptual y contextual que he diseñado hasta este momento de mi vida. Cada vez que lo pienso me duele el oído.
Renuncio a un equipo humano con el que llevo muchos años queriendo crear y soñar posibles realidades, renuncio a trabajar en un proyecto en el que creo, a trabajar con amigues que admiro y respeto, vínculos que valoro profundamente y todo por un sistema viciado de poderes e imposiciones burocráticas que me recuerdan por qué ya había renunciado una vez al sueño de sentirme útil en causas sociales cuando el estado tiene injerencia.
Los fuertes analgésicos que me recetaron me han ayudado a cuidar de mi oído y a ocuparme de la frustración que me ha producido aplazar el sueño de la Sierra. Mucha agua, comida, quietud, antibióticos y analgésicos, mi ejército de salvación. La fiebre empezó a disminuir y ya no es constante, llegaron horas de sueño profundo y reparador, las pesadillas que mezclaban arquitectura colonial mutante con rojo desaparecieron, la calma se fue instalando lentamente y también llegaron días reflexivos. Frustración me reta sin saber qué hacer, yo le ruego que se quede calmada.
Una noche, cuando el descanso reparador volvió, los sueños me llevaron a algún lugar de la Sierra, lo sé porque tenía la certeza de estar en ese territorio y el horizonte era similar al de las fotos que he visto. Picos desde donde se ven montañas derretirse en valles y valles transformase en mar mientras un tejido de aguas sagradas lo irriga todo. Ahí estaba yo, diminuto y sometido a la magia salvaje de la sierra, en calma, observando el sonido, saboreando el olor del trópico. Me sentí libre y protegido, no estaba allí, era parte de la vida, una minúscula partícula imprescindible en el magistral engranaje de la existencia humana en armonía con el territorio y, como un acto de redención al peso de mi culpa, la Sierra me abrazó y me aseguró que nuestro momento llegaría.
Me desperté renovado, aún ciego del oído izquierdo experimenté una calma que hace mucho no experimentaba despierto y la frustración ahora compartía la mesa con la admiración de sentirme guardián de mí mismo, de poner por encima mi bienestar, aunque el precio a pagar fuera tan alto. La certeza de sentirme precarizado se reafirmó, pero ya no desde la ira colérica, sino desde el intento de comprender el sistema inmundo al que estamos sometidos cuando de impacto social real se trata. Me abracé, me perdoné y continué haciéndome cargo de mi salud y mi ser.
Creo en el espíritu sagrado de la tierra y en ello no hay ningún intento de apropiación, no solo vivo en el campo, vengo del campo y aunque entre privilegios, mucho trabajo y golpes de suerte me he formado entre barrios y metrópolis, son más fuertes los lazos que me unen al poder sanador de la tierra y la magia de su diálogo salvaje. Sin embargo, el diálogo con las comunidades ancestrales de la Sierra es un diálogo sobre heridas profundas y complejas al que únicamente tendré disposición desde lugares no precarizados y, en ese sentido, anhelo profundamente que las partes encontremos la sabiduría necesaria para abrir caminos de respeto e igualdad sin necesidad de rendirnos todos al mandato caprichoso del estado capital y sus asuntos coloniales.
Lunes 30 de junio de 2025
Comentarios