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Pánico en el 39

  • Foto del escritor: LMJJ
    LMJJ
  • 18 may
  • 8 Min. de lectura

Una pandemia, un diagnóstico catastrófico y un papá muerto. El veinte veinte estaba decidido a hacerme poner la otra mejilla porque dos años de enfermedad invalidante, el fin de una relación tóxica de cinco y mi repatriación obligatoria luego de vivir siete por fuera de Colombia, no eran suficiente. Había sostenido mucho aguante desde el día que en dos maletas empaqué todo, juré no volver y me fui a cumplir sueños y llegó el momento de quebrarme, de partirme, de cumplir la profecía del rebelde frustrado que, con el ingenuo propósito de protegerme y hacerme la vida más fácil, sellaron mis ancestros cuando las hormonas de la adolescencia se apoderaron por completo de mi voluntad y se dispusieron, sin ningún reparo, a llenar con excesos los vacíos que dejó una niñez adoctrinada al mejor estilo ganadero colombiano. Patriarcal, ausente y autoritario.


Durante doce años estudié en el mismo colegio, desde kinder hasta once tuve muy pocos amigos, éramos una mezcla rara de vagos con superpoderes y, aunque nos iba muy bien, por consenso fui el que menos se esforzó por sobresalir, yo lo único que quería era salir de ahí con la plenitud de saber que no volvería nunca y lo logré.


Pasaron cosas en esos doce años, normal, son doce años compartiendo casi con las mismas personas, todos atravesamos miles de cambios. Algunos naturales y biológicos, otros, en cambio, determinados por la infinita maldad inocente que florecía entonces sin control en esa cárcel académica. Esos cambios determinados por el contexto, experimenté yo, tienen un poder infinito para construir capital social, pero también lo tienen para aislar, controlar y manipular la voluntad de las personas.


Los niños, tan precarios para hacer tejido social, tan faltos de herramientas que desde la libertad nos permitieran ser sin pagar el precio de la vergüenza y la discriminación, al final éramos los que más tendríamos que sanar cuando el tortuoso camino del colegio llegara a su fin. Cuando se cumplió ese anhelo, con dieciséis años, yo llevaba cuatro con serios problemas de alcoholismo, en noveno faltábamos al menos tres tardes a la semana para emborracharnos, cuando nos pillaban nos castigaban, pero volvíamos a hacerlo. Ese año echaron a varios del colegio, otros perdieron el año y yo pasé todo, limpio, con la amenaza de que las inasistencias podrían causar mi expulsión. Ahí todo se complicó, los que creí que serían mis mejores amigos para siempre, se fueron del colegio y al año también se habían ido para siempre de mi vida.

Quedaban tres años y yo no podía irme de ahí, no podía defraudar a mi familia.


Los que nos quedamos supimos comportarnos mejor en el plantel educativo, pero afuera los pequeños y desbocados monstruos nos alimentábamos de calle, cuando el timbre de las cuatro y veinte sonaba y podíamos sacarnos las camisetas por fuera del pantalón y ponernos los tenis que llevábamos en el morral. Esos últimos tres años del colegio me marcaron muchísimo porque me ayudaron a odiar menos todo lo que había pasado hasta entonces, todo el miedo que sentí cada mañana, cada domingo, cada fin de vacaciones, de tener que ir a ese horrible lugar en el que si hablaba me llovían insultos que iban de gomelo a maricón entre un montón de violencias verbales y amenazas físicas. No sabía cómo hablar para que no respondieran así, no sabía relacionarme en ese entorno, afuera ayudaban mi cara de blanquito privilegiado y, cuando llegó su momento, el alcohol, pero en ese cuadrilátero que era el colegio, nada servía. El miedo me había arrinconado entre la discriminación y el clasismo propios de la cultura en la que crecí y los dos bandos nos defendimos como pudimos para poder disimular que nada de eso afectaba ni afectaría nuestras vidas y mucho menos nuestro desempeño académico, devoto de Dios, nuestro señor rector y pederasta, que todo lo ve y de paso lo disfruta.


La universidad, aunque con tintes más liberales y supuestamente emancipada de discriminación y diferencias sociales, tampoco fue un lugar seguro, el miedo hizo que durante años mis expresiones faciales y corporales en espacios académicos fueran de absoluto rechazo hacia los demás, yo no quería hablar porque ya en otras ocasiones me habían dejado muy claro que con mi voz de maricón no tenía derecho a nada y aunque muy joven para rendirme, muy miedoso para intentar cambiarlo en el contexto académico, sin herramienta de socialización alguna y con la cabeza llena de alcohol.


Aunque anduve con mucho cuidado, en la universidad enfrenté con menos horror momentos como hablar en público o hacer parte de un grupo de trabajo. Fue ahí donde tuve el valor, por primera vez, de alzar mi voz contra el autoritarismo de un profesor al que el elitismo intelectual le nubló el juicio hace ya varias décadas y que, además de casanova, se sentía con derecho absoluto de ridiculizar el desconocimiento de los estudiantes que teníamos que ir a sus clases para cumplir el  programa académico. Era el profesor de teoría de la imagen y había teoría uno, dos y tres, así que tuvimos casanova para buen rato. La calle seguía siendo mi lugar seguro, si estaba inundada de alcohol y pasaban flotando cualquier cantidad de basuras en forma de droga, mucho mejor.

 

El alcohol me hacía olvidar el miedo a vivir que me acompaña como una sombra desde hace mucho, un miedo paralizante que igual que a un perro en un callejón sin salida, me obligó y doblegó por años para atacar fuera lo que fuera que se me pusiera en frente y así poder abrazar nuevas formas de aislamiento. En la universidad la historia se repitió, con diferencias significativas en el guion, pero fue la misma del colegio, me esforcé muy poco por sobresalir y eso, la vida me lo cobraría más adelante cuando descubriera por mí mismo el placer que me produce estudiar en contextos menos hostiles y autoritarios.


Terminé la universidad y llegó la oportunidad que hasta entonces había soñado desde que tenía uso de razón. Irme de la casa de mis papás, irme a otra ciudad a trabajar, la academia y sus traumas tenían que quedarse atrás porque era el momento de engrosar las filas del empleo formal, de ser el soldado del capitalismo por el que mis papás pagaron colegio y universidad. Sin pensarlo un segundo acepté, mis papás también estuvieron felices de verme crecer y partir, eso no lo dudo. Esa fue la primera vez que empaqué todo para irme, convencido de que no volvería y, lleno de juventud, hormonas y un título que me acreditaba como profesional, con todo y el miedo y pánico que me producía llegar a una oficina, lo hice con la energía inagotable que brota de un espíritu joven.

 

Por fortuna, dadas las condiciones básicas de respeto y convivencia en contextos laborales, en la oficina empecé a construir mi propia herramienta para combatir la discriminación. El diálogo, tan básico, tan incipiente, tan falto de términos y recursos, siempre ahí, exaltado y enfurecido, pero dispuesto a creer y crecer desde la colectividad. Esa fue mi única herramienta entonces y poco funcionó. Tan dispuesto estuve que durante siete años me entregué por completo. Cuerpo, alma y espíritu consagrados a rutinas laborales de hasta veinte horas.

El miedo continuó creciendo en silencio mientras disfrutaba de la nueva ciudad y conocía el rigor de la capital. El primer año se alimentó hasta la saciedad de atracos violentos y actos de vandalismo cometidos contra mí, pero mi promesa de no volver me impedía mirar atrás, volver no era una opción, tenía que desaprender a volver y ahí ya veríamos qué pasaba, por ahora había que aguantar y producir para pagar el costo de vida del joven alcohólico, profesional “exitoso”. Conocí en primera persona diferentes tipos de abuso laboral e igual que en el colegio, con el profesor que me acosó, tuvo que pasar mucho para ser capaz de nombrarlo.


Aguanté, aguanté y aguanté burlas, maltratos, promesas salariales falsas, abandono; hasta que un día, después de varias visitas de advertencia, que por supuesto ignoré con drogas y alcohol, el miedo se me plantó muy adentro y no quise salir más de la mini burbuja de cristal que absorbía más del sesenta por ciento de mi sueldo y desde donde logré convencer a mis verdugos de lo productivo que puedo ser cuando trabajo de manera remota, quién imaginaría que sería yo un pionero del trabajo remoto, cuando por allá en el dos mil doce, lo que se usaba era estar en una oficina hasta que no quedara pizza por probar de la ciudad, noche tras noche. No quise y no pude salir más, descubrí que vivo con ansiedad y lo único que sentí que tenía fuerzas para hacer fue irme, irme otra vez, irme más lejos que la primera vez y así empaqué, me matriculé en un máster en España y me fui con la convicción de nunca volver.


Otra montaña rusa llegaría. Con más adrenalina, subidas y bajadas más pronunciadas, triunfos personales y académicos y muchas frustraciones laborales. El máster fue un espacio de redención académica, de hacer las pases con el nerd que me habita, de darle rienda suelta a sus sueños aunque las jornadas laborales siguieran siendo de 16 horas, porque un obrero como yo no puede permitirse el lujo de estudiar una maestría sin trabajar al mismo tiempo para pagarla.

Esa precariedad es ridículamente enaltecida y romantizada. Me convertí en prócer académico del tercer mundo, me eché una matrícula de honor y un par de reconocimientos al bolsillo y me sentí listo para volver a Colombia y cortar de raíz el único vínculo que me impedía avanzar. Irónicamente, era el único vínculo que me daba para pagar las facturas. Se cumplían cinco años de abusos laborales en la misma empresa de mierda, la misma que me hizo creer que me esperaban cosas grandes en la vida y la misma que no tuvo ningún reparo en negarme lo que por derecho me correspondía. Para ese momento mi relación con el alcohol empezaba a cambiar y con ella se iba cayendo a pedazos mi vida social. Las ojeras, el desamor y el cansancio de un cuerpo joven transitaban el primero de muchos tratamientos psiquiátricos que vendrían.

Esa matrícula de honor fue importante no solo porque dejó en evidencia muchas de las capacidades creativas que hasta entonces me negaba a ver en mí, sino también porque me ahorró 6 meses de trabajo forzado en ese infierno que llamaré eivon para despistar al enemigo. Volví a Colombia en el dos mil quince, renuncié a ese maldito trabajo, demandé a esa maldita empresa en la que me partieron las alas a patadas, en la que a punta de mentiras y promesas exprimieron hasta la última gota de creatividad que me quedaba y entonces el miedo presentaría uno más de sus actos y con él la ansiedad y la depresión serían bandera por unos años más.


Me sentí libre por primera vez en la vida, pero igual que un animal que ha pasado casi treinta años enjaulado, no supe qué hacer con ella, no supe como transitar mi libertad porque con ella se despertaron gigantes dormidos, odios enterrados que salieron a la luz y me hundieron en la enfermedad y la desesperación que me acompañarían por tantos años más, las mismas que alternarían mis estados con triunfos personales que serían cada vez más escasos.

Emprendí entonces un nuevo camino de huida y autoconocimiento, me revelé contra las normas laborales de aceptar la explotación sin importar el empaque en el que viniera y la precariedad económica empezó a sofocar, empezaron a brotar rasgos de mi identidad ocultos, de esa identidad que tuve que construir a partir del miedo y que ahora estaba cegada a causa de toda la luz que entraba por la grieta que dejó mi ruptura consciente con el mundo y sus interacciones.

Deprimido, desempleado, quebrado y perdido me dejé caer, me encerré para sacar todo el llanto acumulado, para sacar todo lo sucio y abrazarme, para aprender a perdonarme por odiarme tanto como me enseñaron a odiarme. Encontré paz en la soledad y el aislamiento hasta que la noche del veinte de febrero del veinte veinte la vida, en un instante, se llevó la de mi papá. Un infarto fulminante lo mató a él y a mí de un golpe me sacó de mi estado de letargo y me obligó a tomar las riendas de un proyecto de vida ajeno.


Con treinta y cinco, decepcionado de todo y de todos y sin ganas de nada, me mudé al campo y sin conciencia de lo que hacía, mi cuerpo se hizo fuerte y mi alma empezó a sanar, empecé a perdonarme, a escucharme con compasión, a permitirme ser. Han sido años de cambios maravillosos y muy significativos, pero la economía está cada vez peor, ser independiente tiene el triple de esfuerzo que ser empleado, sin el triple de recompensa económica, pero con el sabor semiamargo de una libertad coartada por las exigencias de autoexplotación del mercado, cinco años más tarde estoy de nuevo quebrado, frustrado, a punto de cumplir cuarenta, con pánico en el 39.


Domigo 18 de Mayo de 2025

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